Maradona y un taxista en Jerusalén

Cinthia Martínez / Página12

Maradona y un taxista en Jerusalén
En el verano de 2008 viajé a Israel, tras haber obtenido una beca para estudiar en Yad Vashem, sobre la memoria del holocausto.

Una tarde –era invierno, nevaba un poquito y allí oscurece muy temprano– tomé un taxi para ir al hotel donde me alojaba.

El chofer era muy abierto y simpático y de pronto, tal vez al escuchar mi pésimo inglés, me preguntó de dónde era.
Le dije: de la Argentina.
El hombre se transformó, se encendió.
Y me dijo: –¡Argentina! ¡Maradona!

Confieso que no me interesaba ni me interesa el fútbol; y, hasta ese momento, la figura de Diego no estaba entre mis preferidas.

Y el taxista siguió, con un entusiasmo casi festivo.
–Mire. Yo soy palestino, y cuando era chico era muy, muy pobre. Pero pudimos ver el Mundial de México 86, en el único televisor que había en el campamento de refugiados donde estábamos.
Y pudimos ver cómo Maradona les hizo dos goles y les ganó… ¡a los ingleses!
¿Sabe lo que era eso para nosotros? ¡A los ingleses!
¡Un chico pobre como yo, le ganó al Imperio!.

Llegamos al hotel y cuando quise pagarle, él se negó rotundamente, me bendijo y me dijo unas palabras que nunca he podido olvidar:
–Usted me hizo recordar el día más feliz de mi vida.
Me bajé del taxi, me quedé unos minutos en el parque del hotel observando cómo nevaba, y le agradecí a Diego, a la distancia, por darle alegría a tanta gente.

Lo que no les conté, es que el taxista que no me quiso cobrar el viaje, se llamaba Jesús.

Han pasado casi veinte años desde que viajé a Israel, y cuando hoy me enteré que Diego había fallecido, vino a mi mente la cara de Jesús, aquel taxista palestino que me enseñó a querer a Maradona.
Y que seguramente debe estar tan triste como estoy yo.

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