No culpes al mar de tu segundo naufragio

Cuenta la leyenda que, unos setenta años antes de Cristo, fue tomado esclavo en Siria y enviado con grilletes a Roma, y que gracias a su lucidez y sus extraños talentos se ganó el corazón de su amo, quien lo liberó y lo educó esmeradamente. Publio Siro era actor, un gran improvisador y un maestro de la pantomima: en un torneo de cómicos y de mimos venció a todos sus rivales y fue premiado por el mismísimo César. Quedó en la historia, sin embargo, por una antología llamada “Sentencias”: sus máximas están llenas de sabiduría y de una vigencia sorprendente. Es el fantasma de Publio Siro quien precisamente comenta con exactitud sobrenatural la tragedia más urgente de la Argentina, país a punto de ingresar de nuevo en el tsunami (la metáfora marítima es de Axel Kicillof) con un barco destartalado que proviene de un desastre y que hace agua, sin haber hecho los deberes y sin haber aprendido nada de lo sufrido: “No culpes al mar de tu segundo naufragio”, advertía Siro. Y su voz resuena en esta cámara de vacío donde las consignas internas del capitán y su socia han sido, en medio de la tormenta más oscura, aplanar la culpa (propia) y alcanzar la impunidad de rebaño. Con algunos agregados inquietantes: del primer al segundo maremoto, quien lleva el timón ha perdido consistencia. “Mandando mal se pierde la autoridad del mando”, decía Publio. Es en parte por eso que los pasajeros duermen con sus pistolas bajo la almohada; han aprendido la dramática lección: no pueden confiar en las buenas intenciones de los tripulantes; estos quieren aprovechar cualquier desmayo para someterlos, robarles la cartera o directamente para echarlos por la borda. Ya saben: el estado de excepción es a los populistas autoritarios lo que una licorería a un beodo.

La tremendista metáfora acuática del gobernador que no gobierna transparenta un razonable ataque de pánico, compartido línea a línea por su ilustre mentora; ambos huelen el desastre real y avistan aletas de tiburón en el conurbano, y por eso recelan del “fiscalista” Martín Guzmán y aspiran en secreto a lo imposible: cerrar todo y subvencionar a todos hasta las elecciones de medio término. El remedio luce ridículo, pero el diagnóstico de fondo es acertado: sin vacunas y sin dinero, con una inflación irrefrenable y una pobreza pavorosa, una sociedad exhausta y un sistema al borde del colapso, el segundo tifón eriza la piel del más inconsciente y del más ciego. Es que el cartero, como el mal destino, llama dos veces.

El año pasado hicieron una pésima gestión integral, pero los calores de noviembre les dieron la oportunidad de meter el barco en el puerto, reparar los daños, enmendar los errores, tomar recaudos con terceros, ajustar las cartas de navegación y surcar más armados la segunda ola, que no podía sorprender a nadie. “El tiempo de la reflexión es una economía de tiempo”, sugería Publio. Pero la reflexión brilló por su ausencia. El cuarto gobierno kirchnerista es presa de un estilo y una praxis lamentables y repetidas, y, claro está, también de su propia naturaleza: tramitó la pandemia con los mismos vicios, negligencias, soberbias y cortoplacismos con los que administró siempre la cosa pública. Ante una inédita catástrofe universal, pudo haber adoptado una nueva y muy exótica actitud: el sentido común, deporte sencillo del que desconoce hasta los mínimos rudimentos. Era dable esperar, frente al dramatismo de la hora, que tomara decisiones valientes y copernicanas: una cohesión interna absoluta y un acuerdo amplio con la oposición partidaria, el cese consecuente de las hostilidades y de las trampas de la colonización judicial, una renegociación seria por la deuda que implicara una verdadera política exterior (volver al mundo), una compra preventiva sin anteojeras ideológicas de vacunas a gran escala, un programa de aplicación transparente y justo, una comunicación pública sin demagogias ni mentiras ni bravuconadas, y un cuidado extremo del empleo, la educación y el sistema privado de salud. El oficialismo, como en la inversión del espejo, operó puntualmente al revés en todos esos rubros y con cada una de estas premisas obvias. Hubo peleas intestinas y despiadados golpes de mano y de rumbo en la sala de máquinas del buque. El cristinismo se dedicó día y noche a limar y a desautorizar al Presidente y a su troupe; montó también el Ministerio de la Venganza y se abocó a perseguir, insultar, calumniar y criminalizar a los opositores. Avanzó salvajemente sobre los tribunales para lograr una amplia autoamnistía de corruptos (llamada hoy humorísticamente lawfare) y creó así una inédita sensación de inseguridad jurídica que espanta a cualquier inversor interno o externo. Planchó la renegociación de la deuda con marchas y contramarchas y un internismo a cielo abierto que dejó perplejos a los organismos internacionales y a los estadistas más influyentes del planeta. El presupuesto nacional era un “faro” para esta navegación, pero ya sabemos que el propio oficialismo acaba de apagarlo a pedradas, y que navega ahora sin referencias luminosas en las tinieblas del océano embravecido. El Poder Ejecutivo no presentó ningún plan económico y se mostró desembozadamente socio y hermano de Venezuela, Cuba e Irán. Y de todas las potencias en disposición de amistad, solo intentó mantener algún vínculo sesgado con Rusia y China, demostrando una vez más su aversión por las democracias occidentales y su irresistible predilección por las autocracias y los regímenes despóticos de partido único. Recordemos a Publio: “El hoy es discípulo del ayer”. El Gobierno siguió despreciando al sector privado que produce y defiende el trabajo genuino, y descuidando al que específicamente se encarga de la salud, y tardó muchísimo en admitir la apertura de escuelas, provocando un daño irreparable en toda una generación de niños y adolescentes. Mientras tanto, excarceló a los presos más peligrosos y los lanzó a la calle; se incrementó exponencialmente el negocio del narco en las zonas pauperizadas y aumentaron un 70% las muertes por inseguridad en el vergel del PJ bonaerense: lobos sueltos entre ovejas indefensas; como siempre las víctimas principales fueron los pobres, que no han podido leer a tiempo al doctor Zaffaroni para mitigar un poco su desgarradora angustia. Decía Publio Siro: “La absolución del culpable es la condena del juez”. La Casa Rosada, conminada por la Pitonisa del Calafate, compró tarde y mal escasas vacunas, demostrando impericia y privilegiando la geopolítica a la vida de los argentinos, y será por lo tanto responsable directa de miles de muertes. Rehusó lánguidamente un programa robusto de testeado y trazabilidad; habilitó con La Cámpora un sistema clientelar paralelo en la provincia de Buenos Aires y un vergonzoso vacunatorio vip. Y vació su palabra de contenido, obsesionada por repetir camelos, promesas vanas y arrogancias sin el mínimo sustento. “El hombre que no sabe callar tampoco sabe hablar” (Publio dixit). Aplanando la culpa, en jaque íntimo porque ya no se puede regresar a una nueva “cuarentena eterna” ni se puede soltar la mano sin hacer volar por el aire la economía, ni desbordar los hospitales de cadáveres, busca desesperada imputar a cualquiera (la gente, las redes, los medios, los chetos, los opositores, los viajeros, la sinarquía, el imperialismo), haciendo la pantomima del inocente total, sin el más pequeño ímpetu de autocrítica y sin oír al viejo espectro que susurra una vez más: compañero, no culpes al mar de tu segundo naufragio.

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