Dietas legislativas: escandalosa obscenidad

Resulta tan irritativa como irrespetuosa la decisión de subirse los montos de los haberes mientras millones de argentinos padecen enormes carencias.

LA NACIÓN

Los presidentes de las Cámaras de Senadores y Diputados, Cristina Kirchner y Cecilia Moreau, respectivamente, descongelaron las dietas de los legisladores nacionales, por lo que volverán a ser ajustadas por la paritaria del resto de los empleados del Congreso

Está visto que los argentinos tenemos una enorme dificultad a la hora de comunicarnos desde nuestras diferencias. Hace poco, el ejemplar exsenador Esteban Bullrich aconsejaba fervorosamente a la oposición, sumergida en pujas internas, empezar a abordar los temas en los que están de acuerdo y no aquellos que dividen. “Llevamos meses cascoteándonos el rancho entre nosotros, como si los argentinos vivieran en Noruega”, advertía Bullrich, con toda razón.

Lamentablemente, no fue escuchado por sus compañeros de ruta política. A la ya tan lamentable como constante provocación del oficialismo se sumó la semana pasada una reacción extemporánea de la oposición en el recinto de Diputados. Ciertamente, el kirchnerimo puede llegar a sacar de las casillas a cualquiera con sus modos prepotentes y sus continuos ataques a la institucionalidad, pero la oposición no debe entrar en ese juego perverso copiando sus degradantes métodos.

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Dar respuestas a las necesidades de la población debería ser la prioridad de los funcionarios que sistemáticamente olvidan su condición de servidores públicos

Para lo que parece que siempre hay acuerdo es para aumentarse las dietas legislativas. Esta vez, se acordó un incremento del 30% en los haberes. Lograr esa suba fue consecuencia del descongelamiento de salarios de los legisladores decidido por resolución de las presidentas de ambas cámaras: Cristina Kirchner, por el Senado, y Cecilia Moreau, por Diputados, el día en que anunciaron un bono de 30.000 pesos para el personal del Congreso, con excepción de los legisladores. Sin embargo, en el mismo documento les otorgaron un premio consuelo: desde el mes pasado, sus ingresos vuelven a ajustarse “enganchados” a la paritaria del resto de los empleados del Congreso. El ejemplo de congelar sus abultadas dietas como consecuencia de la profunda crisis económica les duró poco, apenas unos meses. Y, mientras concuerdan a la hora de actualizarlas, siguen postergando proyectos de enorme trascendencia como el de boleta única y el de ficha limpia, destinados a transparentar los procesos electorales.

El sueldo neto de un legislador varía entre 370.000 y 390.000 pesos mensuales, sin contar el monto por desarraigo; esos valores implican entre cinco y seis veces el valor del salario mínimo, vital y móvil, cuyo aumento del 20% terminará de cobrarse en cuotas, recién en marzo.

Los legisladores se justifican en que la inflación fue del 88%. Valdría recordarles que se trata del mismo guarismo que castiga los bolsillos de los ciudadanos que tienen la fortuna de contar con un trabajo en blanco, pero no pueden decidir aumentárselos per se, como hacen los legisladores. Ni qué hablar del desproporcionado porcentaje de trabajadores en negro y de los que ni siquiera consiguen sobrevivir haciendo changas.

A lo largo de la historia parlamentaria hubo reiterados intentos por evitar abusos salariales en el Congreso. En 2013, por ejemplo, se propuso fijar que diputados y senadores ganasen lo mismo que un maestro de grado. Obviamente, nunca logró ser tratada una iniciativa en ese sentido. Tampoco fue siquiera debatido el proyecto presentado en junio pasado por la diputada María Eugenia Vidal (Pro-ciudad de Buenos Aires), por el que propiciaba que los legisladores nacionales tuvieran como tope de aumento el mismo incremento que se aplica a los jubilados. “No se puede seguir sintiendo que el que vive de la política vive mejor que ellos”, sostuvo. Como era de esperar, tampoco prosperó.

No se pretende que un legislador trabaje gratis, pero sí que se desempeñe a la altura de sus responsabilidades y que dé el ejemplo con ajuste, no con dispendio de los dineros públicos que aportan todos los ciudadanos.

La decisión del presidente Alberto Fernández de habilitar la compra de un nuevo avión presidencial, en reemplazo del Tango 01 por un valor de 22 millones de dólares que terminarán de pagarse en diez años, es otro despropósito.

Atender y dar respuestas a las urgentes necesidades ciudadanas debería ser prioridad de los funcionarios, cada vez más alejados muchos de ellos del verdadero concepto de servidores públicos.

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