Una fiesta de acá contada allá






(En 2016, la edición en español del prestigio The New York Times publicó un extenso reportaje sobre la Fiesta de Disfraces. El texto sirve para entender este fenómeno que se repite cada año en Paraná, desde 1999).


Barack Obama baila con Hillary Clinton en una carpa gigante. A pocos metros, Pablo Escobar avanza por el campo con cinco agentes del FBI, que se abren paso entre un grupo de vikingos y el papa Francisco. Muy cerca de allí, un joven de túnica blanca intenta besar a una seguidora de Satán, pero ella lo esquiva.
Son casi las cuatro de la mañana del lunes 10 de octubre, y más de 50.000 personas disfrazadas bailan en un campo del tamaño de nueve canchas de fútbol en las afueras de Paraná, una ciudad del litoral argentino donde, hace dieciocho años, nació el fenómeno que la pondría en el mapa con un antifaz y unos bigotes falsos: la fiesta de disfraces más grande de América Latina.
Con menos de medio millón de habitantes, Paraná, capital de la provincia de Entre Ríos, es una ciudad con ánimo y tiempos de pueblo: aquí los negocios cierran a mediodía para que la gente pueda ir a dormir la siesta, y los habitantes insisten en conocer, al menos a través de un dato, las conexiones de cada persona que menciona un apellido paranaense.
Pero una vez al año, la ciudad parece la fantasía de un alcalde que ha tomado ácido lisérgico. Durante algunas horas, superhéroes y villanos, enfermeras y carniceros, diablos de todas las mitologías, zombis, reinas de corazones, novias solas, presidentes, animales, peluches gigantes y barras bravas invaden las calles de la ciudad. El domingo por la tarde, antes de la fiesta, es posible ver a cinco cajas de preservativos con piernas y brazos tomando cerveza en la plaza frente a la Casa de Gobierno.
El fin de semana pasado, para la edición número 18 de la fiesta, llegaron a Paraná unas 30.000 personas. La capacidad de hospedaje turístico estaba colmada por completo y las 2600 plazas que tiene la ciudad vecina de Santa Fe se agotaron enseguida. Los visitantes empezaron a colapsar la capacidad de Rosario, que dispone de 12.000 plazas pero queda a 200 kilómetros de distancia. Algunos afortunados pudieron aprovechar este año la primera experiencia de hospedaje que decidieron ofrecer los organizadores: un camping equipado para recibir a más de 200 personas cerca del evento principal, donde la fiesta comenzó, como en otros rincones de la ciudad, mucho antes de que comenzara la fiesta.
En medio del campo, ahora, Frida Kahlo recibe profundas muestras de afecto e incluso de devoción: un joven pasa frente a ella y exhibe el tatuaje de Frida que lleva en el pecho. “Nunca pensé que el disfraz iba a tener este efecto, los chicos me abrazan, me sacan fotos, me dicen cosas hermosas”, dice Gabriela, que en realidad se sumó a la fiesta para acompañar a su hijo, un DJ de 18 años.
En un extremo del predio hay un escenario de unos 50 metros de ancho por donde pasan, uno tras otro, los números del espectáculo central: bailarines, DJ, bandas de música pop, pasistas del carnaval y una puesta en escena que tiene como tema la historia de Cronos, el dios griego del tiempo. En el otro extremo del campo, en el segundo escenario, retumba la música electrónica y los que vibran en esa frecuencia no se apartan de allí: van a bailar hasta pasadas las siete de la mañana.
Son tres carpas gigantes, cada una con su ritmo, dos escenarios, cinco carpas de comidas y bebidas, una de seguridad y una de enfermería que rodean el campo abierto, donde ocurre el verdadero espectáculo: los personajes arrojados al espacio amplio de la noche, el lugar en el que puede ocurrir casi todo. Una de las leyendas de la fiesta, que suele cambiar de versión con los años, cuenta que una chica quedó embarazada en uno de los rincones de este campo, y semanas después empezó a buscar al padre a través de las redes sociales: solo recordaba haber tenido un encuentro fugaz con el dinosaurio Barney.
Son tres carpas gigantes, dos escenarios, cinco carpas de comidas y bebidas, una de seguridad y una de enfermería que rodean el campo abierto, donde ocurre el verdadero espectáculo: los personajes arrojados al espacio amplio de la noche, el lugar en el que puede ocurrir casi todo. CreditPablo Merlo para The New York Times en Español
Quienes llegan por primera vez pronto descubren que no se trata solo de llevar un disfraz, sino de representar un personaje. El eslogan de la fiesta es “Ser lo que queremos ser” y miles de participantes eligen un papel para esa noche y lo sostienen con sus acciones y sus gestos: los gánsteres fuman puros, tuercen la boca y miran torvos; los religiosos bendicen todo aquello que les pasa cerca; los dráculas intentan morder a las doncellas; un grupo de bebés gigantes se disputa un biberón enorme de Fernet con Coca Cola, y cientos de chicas explotan sin culpa los clichés eróticos: la enfermera-la estudiante-la azafata-la porrista-la mucama-la policía.
Desde arriba del escenario el show es imponente, y se puede vislumbrar aquello que la organización llama “el secreto del éxito”. “En otras fiestas grandes la gente paga por ver artistas. Acá el personaje principal es el show de la gente. Se paga para ver a 50.000 personas disfrazadas y formar parte de eso”, dice Jorge Uranga, uno de los creadores del fenómeno. El que arrojó la primera piedra.

De la nostalgia al éxito

Los organizadores del evento tienen hoy entre 35 y 37 años. Han pasado más de la mitad de su vida involucrados en hacer la fiesta, pero cuando comenzaron nada hacía prever lo que vendría después.
Son 23 amigos que se conocen de las dinámicas de una ciudad pequeña: de la escuela, de un equipo de rugby, de un club de básquetbol o por la amistad entre sus padres.
En Paraná, al igual que sucede en otros pueblos, grupos de adolescentes se apropian de algunas esquinas. Ellos —la Banda del Palo, como se llaman a sí mismos—, se reunían en una esquina de una de las zonas más acomodadas de la ciudad, cerca de las barrancas y con vista al río, a pasar el tiempo. De allí nacería la fiesta: no de aquel presente, sino de la nostalgia por esos momentos.
Una vez que finalizaron la escuela secundaria, cuando cada uno comenzaba sus estudios en otras ciudades, resolvieron sostener la unión y organizaron un festejo compartido en agosto, el mes en el que coincidían los cumpleaños de seis de ellos. “Y a algún tarado se le ocurrió que la fiesta fuera de disfraces”, dice Uranga y se autoincrimina.
Durante el evento, los organizadores de la fiesta visten disfraz como un equipo: este año, en sintonía con el tema elegido, van disfrazados de Cronos. Pero se pasan la noche con un «walkie-talkie» y un auricular incrustado en la oreja recorriendo el predio. El tiempo de la diversión ya pasó para ellos. CreditPablo Merlo para The New York Times en Español
Lo que empezó como una reunión de 60 amigos y conocidos disfrazados, cinco años después ya se instalaba en el predio de la Sociedad Rural de Paraná y reunía a unas ocho mil personas. Entonces el costo de la entrada era simbólico y la única obligación de los asistentes era transformarse y pasarla bien. Pero año tras año la fiesta fue duplicando su alcance y profesionalizándose, hasta llegar a reunir, de manera sostenida, más de 50.000 visitantes en cada edición desde el año 2011.
La ciudad miraba pasmada el boom de los disfraces que había conseguido, sin proponérselo, un grupo de 23 amigos: Paraná no resolvía si volcarse a la celebración o esperar el fracaso a distancia.
Para algunos paranaenses, más allá de los beneficios tangibles que implica la celebración para el turismo y la economía locales, que su ciudad sea identificada con una máscara es un síntoma del aspecto más conservador y falso de la sociedad. “Esta ciudad es tan careta que no podría haberse convertido en otra cosa que en la capital del disfraz”, repite Pablo siempre que tiene la ocasión.
Los que llegan de afuera, en general, se enteran de la fiesta a través de redes sociales o por historias que van de boca en boca. Han viajado a Paraná desde ciudades cercanas como Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires, pero también de lugares como Brasil, Colombia o Estados Unidos. La mayoría de ellos sabe algo del origen del fenómeno y esa historia provoca, primero, curiosidad y, luego, identificación: la fiesta de disfraces de Paraná nació de una celebración íntima entre un grupo de amigos y se fue ampliando hasta convertirse en un éxito rotundo que superó los límites de la ciudad. El combo es imbatible: amistad, fiesta y dinero.
Al amanecer la ciudad se desmaya y la procesión de disfraces, heridos por la luz y el alcohol, parece el tráiler de una película clase z. CreditPablo Merlo para The New York Times en Español

Una ciudad se disfraza

La fiesta de disfraces es un tema de conversación buena parte del año en Paraná, pero cuando la fecha se aproxima casi no se habla de otra cosa. Los paranaenses hacen números, calculan el dinero que podrá reunir cada uno de los integrantes de la Banda del Palo. Es difícil imaginar mejor suerte: inventar una fiesta con amigos y hacerse millonario.
“La gente piensa: ‘Estos chicos cortan 45 mil tickets’. Multiplican las entradas por el costo y dicen: ‘La que se llevan’. Pero ¡a todo esto hay que pagarlo! Como empezamos sin pensar en un negocio la cuidamos, queremos que mejore, no ahorramos esfuerzos en producción ni en bandas ni en artística ni en seguridad”, dice Julián Abramor, uno de los integrantes de la Banda del Palo.
El grupo de amigos que inventó el éxito del disfraz ya es otra cosa. Funcionan como una productora. Se reúnen cada lunes y organizan el trabajo de las tres áreas: administración comercial, infraestructura y marketing. Son 18 los que integran una sociedad que coordina el trabajo de las dos mil personas que se necesitan para que la fiesta funcione. Contratan a más de 200 artistas. Buscan generar contactos, afianzar el crecimiento de la fiesta hacia afuera. Se imaginan que logran alcance mundial. Ese es el horizonte.
“Hemos estado al borde de agarrarnos a trompadas alguna vez, pero termina la reunión, nos tomamos una cerveza y nos reímos de eso”, asegura Uranga.
En un extremo del predio hay un escenario de unos 50 metros de ancho por donde pasan los números del espectáculo central: bailarines, DJ, bandas de música pop, pasistas del carnaval y una puesta en escena que tiene como tema la historia de Cronos, el dios griego del tiempo. CreditPablo Merlo para The New York Times en Español
La inminente venta de la fiesta a compradores como el conductor de televisión Marcelo Tinelli o a empresas como Red Bull o Disney; los viajes de los organizadores por el mundo y hasta la compra en serie de autos de alta gama idénticos para cada uno de ellos son algunos de los mitos que nacen y crecen alrededor de los afortunados. “Lo que más he escuchado es: ‘Cómo la pegaron, laburan una vez al año’. Pero para mí no la pegamos, fue una cosa buscada, cuidada”, sostiene Uranga.
La organización prefiere no dar números, pero se conoce que la inversión de esta última edición alcanzó los 40 millones de pesos (más de dos millones y medio de dólares). Contrariamente a lo que se piensa, dicen los organizadores, ninguno de ellos vive de las ganancias de la fiesta “aunque es un extra muy importante”, reconoce Abramor.
Paraná, esquiva y contradictoria, se suma al éxito en los días de furor. Hasta el año pasado, el edificio histórico donde funciona la Municipalidad lucía un antifaz gigante en la torre principal los días previos al evento. Además, el gobierno local impulsaba a los comercios a que se sumaran al espíritu de la fiesta. Una semana antes de la fecha el centro era una galería de disfraces: un egipcio vendía telas por metro y el mozo que servía el café podía ser un pirata. Los taxistas llevaban pelucas de colores y las cajeras de supermercado atendían con antenas en la cabeza.
La proliferación de negocios de venta y alquiler de disfraces, muchas veces informales, avanzó casi con tanta fuerza como los puestos de venta de comida y cerveza al paso en los alrededores del campo. El fin de semana de la fiesta, Paraná se convierte en un lugar extraño: festivo y empático.
Paraná, esquiva y contradictoria, se suma al éxito de la fiesta en los días previos. Hasta el año pasado, la municipalidad impulsaba a los comercios a que se sumaran al espíritu de la fiesta. Los taxistas llevaban pelucas de colores, y el mozo que sirve el café podía ser un pirata. CreditPablo Merlo para The New York Times en Español
En la calle se ven escenas inverosímiles, se precipitan los excesos y la ciudad tapizada de máscaras ofrece postales amistosas: Batman se reconcilia con el Guasón, la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner se abraza con su enemigo periodista Jorge Lanata, y equipos completos de porristas hacen coreografías en las veredas.
A medida que se acerca la hora de la fiesta, la esperanza de la noche se anticipa en las esquinas. En algunos los semáforos, los grupos de desconocidos intercambian gritos y piropos de un auto a otro. A veces se bajan dos, se besan unos segundos en el caos de las calles atoradas y todo sigue cuando da la luz verde. En los centros de salud abiertos al día siguiente de la fiesta, me dirán después dos médicos, crece la demanda de la pastilla de emergencia —más conocida como “pastilla del día después”— para evitar embarazos no deseados.

La ilusión de ser otro

Los organizadores respiran hondo y sonríen recién cuando dan la orden de abrir las puertas y la multitud empieza a ingresar al predio, a veces, corriendo. Miles de disfrazados llegan ya en plena sintonía con la propuesta, trotando sobre la euforia. Vienen de fiestas vecinas, cercanas, pequeñas imitaciones en las periferias del lugar, en calles de tierra sin luces, donde emergen de la oscuridad cientos de personajes.
Durante el evento, los integrantes de la Banda del Palo visten idéntico disfraz como un equipo: se los distingue de lejos y los concurrentes saben quiénes son. Este año, en sintonía con el tema elegido, van disfrazados de Cronos. Pero se pasan la noche con un walkie-talkie y un auricular incrustado en la oreja recorriendo el predio. El tiempo de la diversión ya pasó para ellos.
“Yo la sigo haciendo porque la vimos nacer, estamos desde el minuto cero, me gustaría poder disfrutarla un poco más, pero es como un hijo, por eso nadie la deja, por más que tengamos nuestras discusiones”, dice Juan Laurencigh.
Entre los enmascarados puede haber alguna figura famosa. El elenco de un éxito televisivo de Argentina, Casi Ángeles, vivió la fiesta alguna vez sin que nadie se diera por enterado. Así sucedió con otras personalidades y hasta cuentan que estuvo allí un jeque árabe, rodeado por tres mujeres y seguridad privada. “Nos enteramos que estuvo el jeque al día siguiente”, dice Laurencigh.
“En otras fiestas grandes la gente paga por ver artistas. Acá el personaje principal es el show de la gente. Se paga para ver a 50.000 personas disfrazadas y formar parte de eso”, dice uno de los organizadores de la Fiesta de Disfraces de Paraná. CreditPablo Merlo para The New York Times en Español
Puede que un famoso se esconda en su disfraz, aunque en el territorio de la fiesta no importa demasiado descubrir quién es quién, sino más bien la ilusión de ser otro por una noche. Un otro tan feliz como se pueda, en una fiesta que trasciende el territorio y resuena lejos, a través de la experiencia que narran los que vivieron la inmensidad del fenómeno y el anonimato liberador de las máscaras.
Al amanecer la ciudad se desmaya y la procesión de disfraces, heridos por la luz y el alcohol, parece el tráiler de una película clase z. La policía de la provincia, este lunes, anunciaba que “no hubo episodios desagradables”. Solo cuatro demorados por infracciones menores y un detenido por resistencia a la autoridad. Además, se buscaban dos autos que los propietarios no podían encontrar, especialmente porque no recordaban dónde los habían estacionado.
Autor: Julián Stoppello
Publicada en la edición en español de The New York Times

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