Lograr que el Congreso vuelva a ser honorable
Duelen las tristes imágenes de un Palacio Legislativo que, de haber sido escenario de profundos debates, se ha transformado en un ring, sin decoro ni respeto.
Un sector de legisladores pega carteles en las bancas de la Cámara de Diputados tratando al Presidente de estafador y se va del recinto para no volver. Otro grupo no lo deja hablar durante la apertura del período de sesiones ordinarias. Se escuchan gritos desde las propias bancas. Bloques completos deciden no participar de la Asamblea Legislativa porque no comulgan ideológicamente con el mandatario de turno o no comparten sus medidas. La imagen, que corresponde a la apertura de sesiones ordinarias del sábado último, nada tiene de nuevo, pero todo de lamentable. De los 329 legisladores, solo participó la mitad.
El Presidente tampoco mostró el debido respeto por el lugar donde se hallaba: por momentos fue agresivo y, en muchos otros, sarcástico y pendenciero. Acaso los jueces de la Corte Suprema de Justicia fueron los únicos que, en bloque, mostraron la consideración que se les debe a los miembros de los otros dos poderes del Estado.
En una reciente columna de opinión, el exsenador nacional y expresidente provisional del Senado Eduardo Menem daba cuenta precisamente de los excesos que desde hace ya décadas se vienen registrando en el Congreso Nacional: legisladores que al prestar juramento ignoran las fórmulas protocolares de rigor para encomendarse a dirigentes, a partidos y hasta para agradecer su ingreso en la vida política a sujetos sospechados de corrupción, condenados y hasta a dictadores de otros países. No faltan las fórmulas dedicadas a abstracciones, cuestiones imaginarias y hasta a objetos, demostrando una enorme falta de respeto por la institución de la que van a ser parte.
Se trata de diputados y senadores que no son capaces de frenar impulsos pugilísticos contra sus pares, tan elegidos como ellos por la ciudadanía, a la que descaradamente y sin la menor culpa ninguno de los contendientes parece tener en cuenta.
Es ya un bochorno que haya que aclarar que las bancas no les pertenecen a los legisladores. Son propiedad de quienes los votan en cada elección, de quienes los eligen y esperan de ellos que actúen decorosamente y con el mayor de los compromisos.
Cada vez se registran más pedidos de cuestiones de privilegio por cualquier nimiedad o exceso de ego, cuando fueron previstas para ser concedidas solamente cuando resultan afectados los fueros. En cambio, se reclaman de viva voz y se otorgan sin más para hacer comentarios que nada tienen que ver con el debate legislativo. La realidad se encarga de retratar a personajes con bajísima educación y nula preparación para desempeñar semejantes cargos. Vayan como ejemplos los levantamanos, digitados por un líder eventual, a quienes si se les pregunta qué proyecto están votando, y ni siquiera conocen el contenido. A veces, ni el nombre de la iniciativa. Vergonzoso es poco.
Dar quorum se transformó en un mecanismo extorsivo. También las triquiñuelas a la hora de votar. Las reuniones de comisión son tan multitudinarias y sus tiempos tan excedidos que el debate se atasca y se aleja toda posibilidad de limar asperezas para llegar siquiera a acuerdos mínimos. Las sesiones son constantemente interrumpidas con temas por fuera de lo acordado entre los bloques.
Las galerías de los recintos se convirtieron en trincheras desde donde amenazar y prepotear, transformando la sala de deliberaciones en un tan inesperado como desubicado ring de boxeo. Y a los periodistas acreditados se los desplaza e incomoda cada vez más, seguramente por el temor que les produce a los indisciplinados que se publique la verdad de sus actos.
Cuando ocurrió el regreso de la democracia, daba placer volver a escuchar discursos bien fundamentados de muchísimos legisladores. Siempre hubo voces disidentes, claro está. De eso se trata el debate democrático de ideas. Pero una exposición fogosa no debería ser nunca una invitación al desbande. Había por entonces gente muy preparada en su especialidad, debates ejemplares que trascendían las paredes del recinto y llegaban a los medios como exquisitas piezas de oratoria debidamente sustentadas. Con el correr del tiempo, esas discusiones se han venido degradando, alejándose cada vez más del interés del ciudadano común, harto de haber desaparecido literalmente de la lista de intereses de sus representantes.
Desde ya que muchos de ellos conservan intacto el decoro que impone su tarea y se les nota que padecen este triste mal de época. Pero son cada vez más los que se alzan groseramente contra el sistema como si fueran los dueños de la verdad.
En su artículo, el doctor Eduardo Menem proponía adecuar los reglamentos de las cámaras, que ciertamente han padecido también modificaciones que por momentos los tornan incomprensibles o decididamente abiertos a especulaciones de todo tipo.
Deberían abocarse ya mismo las dos cámaras del Congreso a encarar esa labor de depuración de todo lo malo que se ha ido sumando como capas geológicas en detrimento de sus representados y de la propia imagen del Parlamento como el órgano deliberativo por excelencia en un sistema que se precie de democrático.
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