La escritora que se creyó su propia novela

Por Jorge Fernández Díaz para La Nación

Recién caído Perón, en el número 237 de la revista Sur, Borges se propone desmenuzar aquellos diez “años de oprobio y bobería” con los instrumentos de la crítica literaria. Denuncia allí manejos políticos atados a un carácter escénico (“hecho de necedades y fábulas para consumo de patanes”), pero también a trucos de la propaganda comercial y el melodrama barato. El punto más interesante y menos rencoroso se vincula, no obstante, con la peculiar ambigüedad de las ficciones inventadas por el justicialismo. Acerca de cómo el Movimiento, con su infinita caja de sofismas y relatos sentimentales, lograba la voluntaria suspensión de la incredulidad, y la asombrosa manera en que sus mentiras “no eran creídas o descreídas; pertenecían a un plano intermedio y su propósito era encubrir o justificar sórdidas o atroces realidades”. Una maquinaria desde el Estado había suplantado a la literatura argentina, y Borges observaba que “con el tiempo fue creciendo el desdén por los prosaicos escrúpulos del realismo”.
Aquel punzante análisis permite una aproximación posible a Sinceramente (Sudamericana, 594 páginas), la novela que dictó Cristina Kirchner y que sus simpatizantes leen ahora mismo como lo que es: los santos evangelios de la nueva militancia. El dictado no le quita virtud a la autora, que es acaso la mejor escritora de conciencias que tuvo el peronismo desde Perón. Cristina ha escrito durante años los principales discursos del kirchnerismo, los soliloquios de Néstor y los borradores de las cadenas propias e interminables, las consignas de sus trolls (“militando el ajuste”), los ataques personales y las ironías, los zócalos del cable, los argumentos exculpatorios y las demonizaciones que los principales dirigentes y periodistas del palo modulan en público.
Escribió los parlamentos del poder y también los cuentos de la resistencia. Y este volumen de autoficción asimila y procesa todos esos conceptos y narrativas sueltas, y los pone al servicio de una versión de la historia reciente que aspira a la fe poética: otra voluntaria suspensión de la incredulidad, con una antología de falsedades y sustracciones de lo real ubicada en ese raro plano intermedio descubierto por Borges, y con un idéntico desdén por los escrúpulos del realismo.
Los libros sagrados no precisan pruebas palpables, sino una mitología coherente a la que adherir, una retórica para tener razón, un catecismo para defenderse de las dudas, un servicio de consolación existencial. Y el uso de grandes verdades para legalizar grandes mentiras es siempre un procedimiento eficaz en el difícil arte de la verosimilitud. Es así que refutar tantas cuestiones resultaría una tarea vana, tal vez imposible; baste explicar esto: la herencia económica que la Pasionaria del Calafate nos legó a los argentinos era magnífica. Sobre esa piedra se edifica su iglesia, y a partir de esa espectacular falacia se construye su religión.
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