Ese diario que fue
Un día, una noche, María Celeste Mendaro debía cubrir un concierto que la Orquesta Sinfónica daba en el Club Estudiantes. Ese día, esa noche, en el edificio que habitaba María Celeste Mendaro se cortó la luz, y no pudo salir: el ascensor no funcionaba.
No existía google: no podía, como ahora, clickear, cortar y pegar. No había whatsapp: no había manera de escribir, como ahora, que se arman columnas de opinión, piezas periodísticas y hasta eso demodé que tildan de primicias, con lo que un alguien mandase a distancia. Entonces, hizo lo que había que hacer: se sentó a la luz de la luna en el balcón de su edificio, escuchó el sonido que llegaba desde la Costanera baja y después escribió un texto maravilloso.
Ese periodismo que escribía María Celeste Mendaro en aquel El Diario sábana que los canillitas voceaban en las esquinas no era para contar “quién estuvo en el concierto”, ni “por qué no fue el intendente”: con el tiempo, el periodismo se volvió puro cotilleo y mercancía de cambio.
Pero entonces, no.
Hay una crónica con el sello Mendaro que escribió a finales de la década de 1990 en El Diario. Se llamó “Memorias del Bar Victoria”.
Claro: ya no existe más el Bar Victoria: ahora ahí hay una casa de comida chatarra. Ya no existe más el periodismo que escribía María Celeste Mendaro.
Decía:
“Le cuesta a Darío Albertini encontrar una fotografía del frente del bar que atendió su padre, Enrique Ángel `Tío` Albertini y sus hermanos, desde 1979 hasta el 1 de enero de 1993. Don Ángel tenía experiencia en el ramo; había atendido antes `Otto Chop`, al lado de la Catedral, negocio que debió abandonar cuando se demolió la zona para hacer una galería.
“El alquiler de este espacio, frente a la Plaza 1° de Mayo, propiedad de Lucio Uranga, era disputado por varios posibles inquilinos. Como Albertini ganó la pulseada, le puso un nombre acorde a un lugar legendario en la memoria de sus parroquianos: `Bar Victoria`.
“El Victoria era el único lugar de la ciudad de Paraná con bar y restaurante que atendía las 24 horas, y que obedecía a una sociabilidad hoy casi olvidada, heredera de los antiguos cafés, o restaurantes de comida casera, con sus clientes habitués”.
En 1998 entré por primera vez a El Diario.
Me senté en ese living que era una especie de escaparate de la planta baja y donde antes había funcionado la Redacción. Tenía sillones de una cuerina desgastada, incomodísimos, una alfombra que habría conocido mejores tiempos, dos escritorios al fondo.
Ahora, ese lugar, es el cuartel general de La Libertad Avanza.
Hablé, esa primera vez, sentado en esos sillones negros, con Sebastián Etchevehere y con Jorge Riani: me habían convocado para trabajar y para mí era un desafío.
Rápido, me sumé a ese delirio que era trabajar en un diario, de lunes a lunes, y ocupé un lugar en esa Redacción que funcionó en el primer piso: un cubículo vidriado con unas PC que ya entonces peleaban con mucha desventaja con el mundo tecnologizado. Había cablera: era la forma en la que llegaban las noticias.
Escribí cosas buenas, y no tanto. Escribí con la respiración en la nuca del cierre una noche de verano sobre los saqueos del 19 y 20 de diciembre de 2001. Me habían zumbado las balas en las puertas del Coto: llegué a ese lugar con el fotógrafo Sergio Ruiz. Vi los saqueos al Super Norte de Avenida Galán. A la siesta había ido, solo, al SuperSpar de Paraná 14: las escopetas de la Policía intimidaban pero no lo suficiente para contener el estallido.
Presencié una lluvia de piedras en el SuperSpar que estaba cerca del Monumento al Mate: la Policía de un lado; los vecinos, del otro. El miedo, la adrenalina, y pensar cuántas líneas tenía para ir a escribir.
Otra vez, a la medianoche de un sábado, fui con la colega Marta Marozzini a la Guardia de la Clínica Modelo: vimos llegar, sangrado, al exintendente Sergio Varisco, minutos después del accidente que protagonizara en el Acceso Norte, en el que muró la entonces concejal Mercedes Lescano. De vuelta a la Redacción a contar lo que vimos.
Un día, alguien –esos gurúes con bio en Linkedln- decidió que la Redacción debía ser estructurada en islas, y los periodistas nos agrupamos en especie de ranchadas. Me tocó sentarme cerca de María Celeste Mendaro.
La veía llegar con cuatro, cinco libros en los brazos, su cartera, y se sentaba a escribir así: si tenía que reseñar un libro para la página “Letras, Autores, Ideas”, leía el libro. No googleaba. Tampoco cortaba y pegaba. Leía y después escribía.
No sé en qué momento todo empezó a naufragar. Fue por goteo y casi no nos dimos cuenta.
O sí: hubo asambleas sin claros hasta que la grieta se apoderó de ese grupo de laburantes. Unos en huelga; otros, que respondían a la patronal.
La siesta del viernes 23 de febrero de 2018 recibí un mensaje de whastapp. Otra vez había huelga por falta de pago y la forma empresaria de enfrentar el reclamo fue discontinuar la salida de El Diario.
El Diario ya era entonces una mueca de lo que había sido. Siguió peor. Despidió a 80, entró en concurso, y en este diciembre de 2023 dejó de imprimirse en papel.
Ahora un profesor universitario funge de director. Dirige los extravíos de un navío que naufragó hace rato. Edita textos de funcionarios y de otros profesores universitarios que reemplazan a los periodistas que El Diario despidió con el tiempo.
Los periodistas, como los diarios, o los paquetes de yerba en la góndola del supermercado, se agotan, y se reemplazan.
Ricardo Leguizamón
Comentarios
Publicar un comentario